La nueva Edad Media
Capítulo del
nuevo libro Educación Pública: de tod@s para tod@s
23-03-2013
Editorial
Bromarzo / Rebelión
Este
artículo ha sido publicado en el libro Educación Pública: de tod@s para tod@s,
recientemente publicado por la Editorial Bomarzo, coordinado por Javier Diez y
Adoración Guamán. Como indica su subtítulo, Las claves de la marea verde,
el libro intenta ser una herramienta para las mareas ciudadanas que se
enfrentan hoy día a la ofensiva neoliberal contra la educación y la sanidad
públicas. En él han participado quince autores, profesores de primaria, secundaria
y universidad. Los distintos artículos recogidos muchas veces no están en
absoluto de acuerdo entre sí, pero todos tienen la voluntad de ser un
instrumento útil para la movilización social en defensa de enseñanza pública.
“Hemos vuelto a la Edad Media, pero a una Edad Media
exagerada y asfixiante, desproporcionada, insaciable. Probablemente, el ser
humano nunca ha sido tan siervo de un señor, nunca ha estado tan expuesto a los
caprichos tiránicos de un amo, como actualmente.”
***
El proceso
de destrucción del sistema de enseñanza pública ha adquirido en este último año
un ritmo vertiginoso. Están ocurriendo cosas que hemos leído muchas veces que
siempre les pasaban a otros, quién iba a pensar que un día nos llegaría el
turno a nosotros. Estamos ya sumidos en pleno “auge del capitalismo del
desastre” -según la tan exacta expresión de Naomi Klein en La doctrina del
shock-, atrapados en un trituradora neoliberal que está destruyendo nuestra
sanidad y nuestra enseñanza pública, empujándonos a un abismo que para otros ha
sido siempre esa norma a la que llamamos tercer mundo. Creo -me temo- que
dentro de poco tiempo el panorama habrá cambiado tanto que no será fácil
recordar qué es lo que había antes del desastre. Y más difícil aún será identificar
las causas por las que todo se vino abajo, así como todos los malentendidos,
las mentiras y los sofismas que han acompañado a esta devastación.
Me voy a
centrar en uno de estos malentendidos.1
Aunque no sea ni mucho menos el más importante, creo que se trata de una
confusión -en la que también se mezclan algunas calumnias- que, a mí
personalmente, me impediría dormir ver que se deja caer en el olvido. La cosa
podría resumirse en un dicho que circuló con bastante éxito en el marco de las
luchas contra Bolonia y que -para mi sorpresa- hacía reír a todo el mundo,
incluso en ambientes que se consideraban de izquierdas: “Por lo menos, Bolonia
nos traerá el capitalismo y terminaremos así con el feudalismo en la
Universidad”. Era una gracia miserable y miope, que encerraba una gravísima e
irresponsable confusión. Una confusión que, por cierto, ha hecho muchísimo daño
no sólo en la Universidad, sino también en el ámbito más amplio de la enseñanza
secundaria y el bachillerato.
Porque
Bolonia no ha terminado con la Universidad feudal, sino con lo que en ella
quedaba de Ilustración. Bolonia ha socavado las instituciones republicanas que
articulaban la vida universitaria. Y en su lugar ha instaurado el reino de lo
privado, lo que podríamos llamar un nuevo feudalismo. Con el pretexto de acabar
con la corrupción feudal de las instituciones, ha acabado con las instituciones
mismas, abriendo, además, las puertas al salvajismo de los feudos más corruptos
y poderosos. Para combatir la corrupción de algunos catedráticos (en lugar de
hacer caer sobre ellos todo el peso de una Inspección de servicios decente), se
ha puesto a la Universidad en manos del Banco Santander o de Inditex. Eso a lo
que suele llamarse los “agentes sociales”, empresas, corporaciones, bancos,
laboratorios farmacéuticos, etc., no son, en definitiva, sino coágulos de
economía privada que funcionan internamente como feudos incontrolables por la
ciudadanía.
Lo increíble
es que toda esta monumental estafa ha venido ataviada con una jerga
izquierdista, vestida con todos los tintes antiinstitucionales de mayo del 68.
Entre los pedagogos izquierdistas, los tecnócratas disfrazados de pedagogos,
los anarcocapitalistas a lo Esperanza Aguirre y los banqueros postmodernos
(que, como Monti, consideran “muy aburrido” tener que trabajar en un sitio fijo
con un contrato decente2),
el asunto era siempre acabar con las instituciones republicanas de la
Ilustración y sustituirlas por recetas más flexibles, imaginativas, creativas,
lúdicas, antijerárquicas, personales, motivadoras... Ni la escuela pública -una
de las más gloriosas conquistas de la clase obrera- se ha librado de este
salvajismo desconcertado. En lugar de admirar con asombro la dignidad y la
belleza de esa institución, que se mantiene en pie gracias a décadas de luchas
incansables de gente muy pobre y gracias, también, a la dedicación y la generosidad
de millares de profesores y profesoras amantes de su profesión, en lugar de
defenderla y reivindicarla, se la consideró una “institución disciplinaria”, un
“aparato ideológico de Estado”, un “dispositivo de vigilancia y castigo”...
Foucault, Deleuze, Bourdieu (incluso Althusser, aunque menos) se pusieron así
al servicio de un tsunami neoliberal que no los necesitaba en absoluto, pero
que no tardó en apropiarse con mucho gusto de su jerga. Cuarenta años después,
hemos contemplado estupefactos cómo el desmantelamiento de la Universidad
pública decretado por la OMC en 1999, se ha servido de la misma manía
antiinstitucional para presentarse al público. Una vez más, se trataba de
“suprimir las tarimas” y las “jerarquías”, de suprimir, en suma, la diferencia
entre saber y no saber.
En otros
ámbitos, desde luego, se fue mucho más allá y bien caro que lo vamos a pagar.
No hay más que recordar las ocurrencias foucaultianas en los años setenta,
abogando por superar la “forma tribunal” e incluso “la diferencia entre
inocente y culpable”. Se llegó a perder hasta tal punto el norte de la cuestión
que resultaba de lo más de izquierdas hacer una apología del linchamiento -como
hace Foucault en Microfísica del poder- creyendo haber dado con la
piedra filosofal que nos permitiría convertir el Derecho en algo más
“espontáneo”, “popular” y “creativo”.3
“Destruyamos lo que hay y, después, ya se nos ocurrirá algo”, declaraba
Foucault. La primera parte del plan ya está a punto de cumplirse. Y lo malo es
que no se nos ocurre nada. El capitalismo no nos va a consultar sobre lo que
hay que poner en el lugar de la escuela la púbica, la seguridad social o el
sistema estatal de pensiones.
Pero tanta
rebeldía contra las instituciones tuvo sus efectos. El resultado ha sido que,
en los últimos diez años, incluso los votantes de “izquierda” han ido aceptando
más o menos sin rechistar la privatización de toda la gestión de las
instituciones públicas, con la consiguiente degradación de las condiciones
laborales que ello conlleva y la perversión de todo el orden de prioridades
humanas que hay en juego. Tenemos ya un sistema de correos privado, una
seguridad privada, una policía privada, unos ferrocarriles privados, una
televisión privada, una justicia cada vez más privada y una enseñanza y una
sanidad en la que lo privado no ha cesado de ganar terreno a lo público, hasta
desembocar en el desastre actual. Es impresionante comprobar como esta
reconversión mercantil, que ha destruido en una década el Estado del Bienestar
y las garantías constitucionales más elementales, flexibilizando todo el tejido
institucional republicano a favor de las demandas mercantiles, se ha llevado a
cabo ataviada con la famosa jerga sesentayochista (que nada tiene que ver con
lo que realmente fue el 68, supongo que no es necesario insistir en ello). Se
lograba, así, que nadie se atreviera a partir una lanza a favor del Estado, de
la Escuela, de la Sanidad pública, del Sistema Estatal de Correos y
Telecomunicaciones, de los Ferrocarriles estatales, etc. El ejemplo de la
Universidad es pavoroso: las órdenes de la OMC y el GATS para la comunidad
académica fueron obedecidas con todo el entusiasmo del mundo por todos sus
ministros, rectores, vicerrectores y directores generales de “izquierdas”,
mientras los asesores pedagógicos y los expertos en educación cantaban
alabanzas como si se tratara de una gran ocasión para cambiar en general el
modelo educativo, supuestamente disciplinario, obsoleto y conservador, o, en
resumen, “feudal”. Y al final, sencillamente, han venido las derechas para
rematar la faena y barrer los escombros.
Así, pues,
respecto a la Universidad, todo el mundo se subió al carro de la revolución
neoliberal. Excepto el movimiento estudiantil, que, paradójicamente, tuvo que
volverse muy “conservador”. Como el desmantelamiento de la Universidad Pública
se vestía con los ropajes de una “revolución cultural y educativa”, los
estudiantes antisistema aparecían -para periodistas y autoridades académicas-
como desconcertantemente conservadores. ¿Acaso querían conservar la universidad
feudal de toda la vida? Nadie parecía darse cuenta de que el modelo de
universidad que estaba siendo salvajemente atacado no tenía nada que ver con el
feudalismo, sino con la Ilustración. En cambio, las derivas feudales se iban a
quedar como estaban. Y en el lugar de la universidad “humboldtiana” (lo que los
documentos de la patronal4
llamaban “el modelo europeo” de universidad, contrapuesto al americano, mucho
más competitivo y flexible) lo que se nos venía encima era una contrarreforma
feudal, protagonizada por esos nuevos feudos del siglo XXI que son las
corporaciones económicas. Los estudiantes, en efecto, han sido muy
conservadores. El movimiento estudiantil ha sido muy consciente de que hay
cosas que siempre hay que conservar a cualquier precio: la dignidad,
por ejemplo. A la Universidad le corresponde la tarea de conservar a cualquier
precio la dignidad de la ciencia, la dignidad de los estudios superiores. En
lugar de ponerse “al servicio de la sociedad”, la Universidad debe ser con
dignidad aquello que le corresponde ser, para que así la sociedad pueda
sentirse orgullosa de tener una Universidad. ¿Cómo es posible que un
lema tan pernicioso y miope como el de que “hay que poner la Universidad al
servicio de la sociedad”, haya sido aceptado sin rechistar como una evidencia
indiscutible? Sólo el movimiento estudiantil se atrevió a recordar algo tan
elemental como que la Universidad tiene que estar al servicio de la verdad y no
de la sociedad, del mismo modo que los tribunales de Justicia tienen que estar
al servicio de la Justicia, y no de la sociedad. No es el Derecho el que debe
de estar al servicio de la sociedad, sino la sociedad la que debe de estar en
estado de Derecho. Si la sociedad quiere estar orgullosa de tener una verdadera
Universidad, lo mejor que puede hacer es dejarla en paz. O como una vez dijo
Lévi-Strauss: dárselo todo y no pedirle nada.
Sin embargo,
la campaña de desprestigio respecto a la Universidad pública ha sido
implacable. Se ha logrado inocular en la opinión pública un virus de rencor y
desconfianza, hasta generar la imagen de una Universidad corrompida en la que
supuestamente reinaría la pereza, el nepotismo, la ignorancia y el despilfarro5.
Los profesores, al parecer, no hacemos otra cosa que recitar obsoletos apuntes
amarillos, sin tener ni idea de cómo se enseña a enseñar ni cómo se aprende a
aprender. En los departamentos universitarios ni se investiga ni se enseña,
porque todo es corrupción, nepotismo y oscurantismo (un portavoz de la ANECA
los comparó con pozos negros, contraponiéndolos al aire fresco de las revistas
científicas internacionales). En todo caso -y esta acusación era extensible a
todos los funcionarios-, el absentismo y la ineficacia rayarían, por lo visto,
en lo intolerable. Para convencer a la sociedad de que esta era la cruda
realidad, se han invertido, durante todo el proceso de Bolonia, toneladas de
propaganda y mucho dinero, movilizando un ejército de periodistas sin
vergüenzas a las órdenes de una vanguardia de canallas afincados en el
Ministerio y las Consejerías en calidad de expertos en educación.
Da vergüenza
recordar toda esta complicidad “progresista” con el proceso de Bolonia, ahora
que por fin hemos desembocado punto por punto en el desastre sobre el que el
movimiento estudiantil llevaba alertando desde el año 2000. Todo estaba
previsto; incluso la manera en la que, llegado el momento, se iban a
autoexculpar las autoridades académicas: “el Plan Bolonia era bueno, lo que
pasa es que no ha podido aplicarse por falta de medios económicos”. ¿Realmente
pensaron alguna vez que se iban a invertir paletadas de dinero público en esa
“revolución educativa”? Es imposible que lo pensaran, no se puede ser tan
idiota. Sencillamente, mentían y el movimiento estudiantil, en cambio, decía la
verdad: Bolonia no sólo se iba aplicar a coste cero, se iba a aplicar a coste
menos cero, porque en realidad ese era su verdadero propósito inconfesado.
Bolonia no era una revolución educativa, era un reconversión industrial
aplicada a la Universidad; era un ERE salvaje, un robo masivo de dinero público
para desviarlo hacia negocios privados, además de un invento magnífico y
novedoso: trabajadores para las empresas pagados no por las empresas, sino por
otros trabajadores, es decir, un ejército de becarios cobrando de los impuestos
para trabajar -sin ningún derecho laboral- para corporaciones privadas. No es
que la crisis haya frustrado Bolonia. La crisis es, ante todo, una salvaje
revolución neoliberal que está aprovechando la debilidad de los trabajadores
para desmantelar todas las conquistas sociales que se habían consolidado en
legislaciones e instituciones estatales desde la Segunda Guerra Mundial. Una de
estas conquistas era la enseñanza pública. Bolonia era una de las avanzadillas
de la crisis. Pueden repasarse todos los documentos elaborados por el
movimiento estudiantil desde el año 2000. Habrá quien diga que eran proféticos.
Pero no lo eran: simplemente, estaban bien informados. Porque todo lo que está
pasando estaba anunciado en los documentos maestros de la patronal europea y
mundial.
Al mismo
tiempo que avanzaba la campaña de desprestigio, se iba preparando el camino
para la mercantilización de los departamentos. Se desposeyó a los catedráticos
de todas sus competencias, de modo que las cátedras dejaron de ser unidades de
investigación y docencia. Esto fue muy aplaudido como una gran victoria contra
el feudalismo. Lo que en verdad estaba ocurriendo era muy distinto: con la
excusa de luchar contra el nepotismo (que podría haberse combatido
perfectamente modificando el sistema de oposiciones y con una inspección de
servicios decente), lo que se hizo fue desintegrar las unidades de
investigación en mil moléculas inestables y siempre amenazadas por las agencias
de evaluación, de modo que lo único que se ha acabado por investigar en la
universidad han sido los procedimientos para conseguir y conservar proyectos de
investigación. No hay tiempo para más: el diseño de currículos se convirtió en
la actividad principal del PDI6.
También la asistencia a reuniones interminables necesarias para organizar todo
este proceso destructivo. En suma: jamás la burocracia había robado tanto
tiempo a la docencia y a la investigación.
Por ejemplo,
conviene comentar el papel que ha jugado todos estos años la Agencia Nacional
de Evaluación de la Calidad y Acreditación (ANECA), cuyo primer objetivo es “la
medición del rendimiento del servicio público de la educación superior
universitaria y la rendición de cuentas a la sociedad”. Esta Agencia, como
puede suponerse, es enteramente solidaria con toda la ideología de la “calidad”
que está acompañando al proceso de liberalización económica. Para hacerse cargo
de lo que verdaderamente está en juego en el asunto de la “calidad” es
importante notar en qué se distingue de lo que en tono despectivo se ha llamado
la “excelencia” (un término tradicional, en realidad muy digno, con el que se
nombraba el “buen hacer” en el marco de la Academia). Podemos definir la
“excelencia” como la rigurosa adaptación a las exigencias teóricas internas que impone la disciplina científica de la que se trate en cada caso.
Por lo tanto, una evaluación de la “excelencia” sólo podrá realizarse desde el interior
de cada disciplina, pues, evidentemente, sólo conociendo en qué consisten sus
exigencias teóricas propias se podrá evaluar en qué medida y con qué grado de
profundidad y rigor se están sometiendo a ellas docentes e investigadores.
Ahora bien, cuando de lo que se trata es de conseguir que la Universidad se
adapte a las cambiantes necesidades de “la sociedad”, a la que supuestamente
tiene que “rendir cuentas”, es evidente que habrá que buscar un nuevo “patrón
de medida” con el que evaluar la actividad universitaria: la “calidad”. Lo que
caracteriza al, digamos, “universo calidad” es que no necesita delegar la
evaluación de la Academia en especialistas de cada disciplina —a los que, más
bien, se considera una banda de presuntuosos, merecedores de la mayor
desconfianza, corruptos e indolentes que sólo persiguen su propio interés, pero
que se presentan compinchados como depositarios de un no sé qué casi sagrado (y
a los que, por supuesto, se trata en consecuencia). Por el contrario, la
evaluación se confía a un grupo de rigurosos “especialistas en calidad”,
expertos en medir parámetros objetivos según criterios externos que garanticen
una correcta adaptación a las demandas de la “sociedad”. A día de hoy, los
parámetros fundamentales de medición de la calidad son los llamados “índices de
impacto”, cuidadosamente medidos por empresas privadas estadounidenses, entre
las que destaca Thomson Reuters, especializada en medir la calidad ya sea de
pepinos, hoteles o tesis doctorales sobre Hegel.
La
diferencia con lo que ellos llamaron la obsoleta lógica de la “excelencia” es
palpable. En la tan denostada universidad “humboldtiana”7
no hay ninguna autoridad más alta que la de doctor. Hay, sí, una
autoridad más alta que un doctor: dos doctores, o tres o cinco,
discutiendo en público en ese escenario que se llama la historia de la
ciencia y que tiene por actas las bibliotecas científicas de todo el planeta. A
esto se le llama, en efecto, Ilustración. Y al combatir esta Universidad de la
Ilustración, no se está abogando por algo más novedoso o más creativo, porque
no lo hay. Durante todos estos años hemos tenido que tragarnos a los ideólogos
de Bolonia decir que desde los tiempos de Newton todo ha cambiado excepto la
forma de dar clases en la Universidad y que ya era hora de reformar tanta
antigualla. Y hemos tenido que aguantar a los pedagogos riéndoles la gracia.
Esta “revolución educativa” se ha vendido como un completo cambio de paradigma
que -se dice- ha sustituido la “cultura de la enseñanza” por la “cultura del
aprendizaje” y ha “enseñado a enseñar a los enseñantes” (prometiendo la
“formación continua” y “a la carta” a lo largo de “toda la vida” y cosas
semejantes). Pero su verdadero resultado ha sido superar la Ilustración para
devolvernos a una oscurísima Edad Media.
Pensemos,
por ejemplo, en el sistema de acceso a la función pública. Las oposiciones
podían ser un procedimiento corrompible o corrompido, pero había que
corromperlo para que lo fuera, porque la idea no puede ser mejor. Cinco
máximas autoridades académicas argumentan y contraargumentan en pública
discusión con los candidatos, con las puertas abiertas a la luz de toda la
ciudadanía, sobre el valor científico de sus conocimientos. No hace muchísimos
años, incluso, lo opositores tenían tiempo ilimitado para defender sus
argumentos y el tribunal para rebatirlos o confirmarlos.
Todo ello ha
sido actualmente sustituido por el dictamen de unas comisiones que discuten a
puerta cerrada, encapuchados como inquisidores y como verdugos del Santo
Oficio, consultando rankings de impacto mercantil, elaborados por
agencias financiadas por corporaciones económicas que no pueden dar la cara
porque no la tienen. Esto es, como estamos diciendo, un nuevo feudalismo, pues,
en efecto, el feudalismo en el Antiguo Régimen, era,
sobre todo, el reino de lo privado. Y las empresas privadas no son más
que nuevos feudos contemporáneos.
La misma
ceguera disfrazada de progresismo encontramos respecto del asunto del
funcionariado en la enseñanza. El sistema de oposiciones (y la idea de que el
profesor tiene que ser consiguientemente un funcionario del Estado), en
realidad, no es un sistema. Es la infraestructura misma de la
investigación científica, el más eficaz de los artilugios institucionales
inventados para garantizar a la investigación científica unas condiciones
materiales de ejercicio público, libre y desinteresado. En realidad, con el tan
criticado “sistema de oposiciones” lo que estaba en juego era la definición
misma de conocimiento superior: la idea, en definitiva, de que solo la
ciencia puede juzgar a la ciencia. La Universidad es una comunidad de
doctores (o de aspirantes a serlo) más arriba de los cuales no puede haber
autoridad alguna. No hay ningún exterior a la ciencia desde el que puede
juzgarse la verdad de un teorema, la conveniencia de una investigación, la
relevancia de un experimento, la idoneidad de un currículum, un departamento o
un proyecto científico.
También aquí
ha habido un malentendido desdichadamente muy celebrado por las izquierdas y
que ha hecho mucho daño ya desde los tiempos de la lucha de los PNNs en los
años setenta8.
Se trata del empeño en imponer sobre la lógica académica una lógica laboral y
sindical. Es obvio que los profesores son trabajadores, sin duda, y por tanto,
tienen los mismos derechos que cualquier otro trabajador, eso está fuera de
toda discusión. Pero confundir la lógica académica con la lógica de un ejército
laboral ha sido completamente pernicioso. En el caso de la enseñanza, como en
el de la Justicia y la Sanidad, la condición de funcionario es esencial y los
contratos de ayudantes, interinos, asociados, etc., tiene que ser siempre
provisional y periférica. Un funcionario no es propiamente un trabajador
(aunque también lo sea): es, ante todo, un propietario, un propietario
de su función. Y ello es una condición esencial para el ejercicio libre de su
profesión. El no insistir en ello, es decir, la no insistencia en el hecho de
que un profesor tiene que ser esencialmente un funcionario, confundiendo así la
lógica académica con la laboral, ha creado efectos nefastos incluso
laboralmente (no digamos ya académicamente), pues si el profesorado no es más
que un ejército de trabajadores, no hay motivo para que no lo sea de
trabajadores basura, como en cualquier otro rincón de la sociedad. Así fue como
los interinos empezaron a convertirse en legión, las plazas vitalicias se
amortiguaron y los contratos se flexibilizaron como en cualquier otro dominio
del mercado laboral. El resultado es conocido: el profesor de lengua puede dar
gimnasia y viceversa. La propaganda de Bolonia fue alucinante a este respecto:
una buena mañana, se abrieron los telediarios con la noticia de que los
profesores ya no iban a tener que estar especializados en ninguna disciplina,
porque había una empresa llamada Educlick -aún puede buscarse su página en
internet- que ofrecía unos powers point interactivos que, prácticamente,
cubrían todo el espacio docente. Era lo que se llamaba una “revolución
educativa” sin precedentes. Y en efecto, lo fue.
Los
profesores, los jueces, los médicos, tienen que ser funcionarios porque esa es
la única garantía de su independencia (en el caso de los profesores, de su
libertad de cátedra). De la independencia respecto de lo poderes fácticos
privados y de la independencia respecto del gobierno de turno. En el fondo, se
trata de un requisito imprescindible de la separación de poderes, y por lo
tanto, de eso a lo que llamamos Estado de Derecho. Es la garantía de la
separación entre lo estatal y lo gubernamental. De lo contrario, la enseñanza
sería adoctrinamiento gubernamental y la Justicia sería un brazo del gobierno.
La sanidad, por su parte, estaría vendida a los intereses que los gobernantes
pudieran tener en los laboratorios farmacéuticos, las casas de seguros o las
fundaciones sanitarias privadas. Los profesores deben ser vitalicios incluso
cuando sean malos profesores. Esa es la responsabilidad de los tribunales y de
las legislaciones que los rigen: impedir que haya malos profesores. También
existe, por supuesto, una cosa llamada inspección de servicios, que debería
funcionar como tal y no como suele funcionar. Pero un profesor tiene que tener
libertad de cátedra y para eso tiene que ser funcionario.
De lo
contrario, estaríamos vendiendo el universo de la enseñanza a los poderes
privados más salvajes, como ocurre en el caso del periodismo, o sin ir más
lejos, en el de la enseñanza concertada. Los periodistas no pueden ser
independientes por mucho que se empeñen: serán siempre la voz de quien les
puede despedir a causa de lo que digan o dejen de decir. Eso es lo que les ha
convertido en un ejército de mercenarios. La cosa es gravísima, desde luego,
porque con ello hemos vendido al reino feudal de lo privado algo tan
consustancial a la Ilustración como es el uso público de la palabra y la
libertad de expresión. En cuanto a la enseñanza concertada es, desde luego, el
cáncer que nos ha llevado al desastre actual. Los colegios concertados han
encontrado mil maneras de burlar la ley y filtrar la extracción social de sus
alumnos exigiendo tasas y donaciones o declarando tener cubierta la ratio de
alumnos prescrita. Ello ha abierto en el mundo de la enseñanza el abismo de las
clases sociales, dejando a la enseñanza pública la parte más conflictiva.
Mientras tanto, estamos pagando con nuestros impuestos una plantilla de
profesores nombrados “a dedo” por empresas y sectas privadas, como si nunca hubiera
existido la Ilustración y viviéramos de nuevo en el Medievo feudal. Todo en
nombre de la libertad de los padres para elegir la enseñanza de sus hijos, como
si la cuestión no fuera, más bien, exactamente la contraria: el derecho que
deben de tener los hijos a librarse de los prejuicios y de la ideología de sus
padres, gracias a un sistema de instrucción pública controlado por la sociedad
civil mediante oposiciones y tribunales bien legislados. Los hijos no tienen
por qué cargar sin protección alguna con el peso de haber tenido unos padres
talibanes o testigos de Jehová o del Opus o de ETA. Hace ya mucho que existió
algo llamado Revolución Francesa y que se comprendió que un sistema público de
enseñanza servía precisamente para eso. En un colegio estatal los alumnos
tienen profesores de izquierdas y de derechas, ateos y creyentes, homosexuales
y heterosexuales, tienen profesoras con pelos en las axilas, profesores con
corbata, hippies o pijos, en fin, tienen delante un material humano de lo más
normal, porque ha sido elegido por tribunales independientes en virtud de su
competencia en una determinada disciplina, y nadie tiene derecho a exigirles
otra cosa que no sea precisamente la competencia para enseñarla. Bien sabido es
que todo lo contrario ocurre en ese desierto de libertades que es la enseñanza
privada y concertada.
Por eso,
estremece ver a gente supuestamente progresista y de izquierdas coquetear con
esa especie de enseñanza privada para pobres que reivindica la “autogestión” o
el protagonismo de los padres en los centros de enseñanza, cuando no el derecho
de los padres a educar a sus propios hijos, al margen de interferencias
estatales. Es otro aspecto más de la misma confusión: pretendiendo luchar
contra el Estado y el capitalismo, se acaba por extirpar los pocos vestigios de
Ilustración que la clase obrera logró incrustar ahí y se deja incólume, en
cambio, lo que el Estado tiene de feudal y, por supuesto, lo que tiene de
capitalista.
Este tema es
un ejemplo de un problema más general. Porque lo que se puede diagnosticar aquí
es una especie de enfermedad congénita de la izquierda: caer como idiotas en lo
que podríamos llamar el timo de la estampita. Y encima llamar a eso ser
materialista. Los que nos autodenominamos “comunistas” hemos sido expertos en
eso. A lo largo de la historia del comunismo ha habido muchas versiones, hasta
no dejar títere con cabeza. Como el Estado de derecho era una mera ilusión, los
comunistas teníamos que estar contra el Estado y contra el Derecho. Como bajo
el capitalismo el Parlamentarismo es una tomadura de pelo, los anticapitalistas
nos volvimos antiparlamentarios. Como la civilización y el progreso, bajo el
capitalismo, no son más que colonialismo e imperialismo, nosotros decidíamos
que para ser anticolonialistas había que estar en contra de la civilización y
para ser antiimperialistas en contra del progreso. Y lo mismo a una escala más
reducida: como las oposiciones estaban corrompidas, en lugar de estar contra la
corrupción, había que estar contra el sistema de oposiciones. Como los
catedráticos tenían tendencia al nepotismo, en lugar de combatir el nepotismo,
se decidía suprimir los catedráticos. Como los catedráticos a veces abusaban de
los agregados, en lugar de suprimir los abusos, se optaba por suprimir la
distinción entre catedrático y agregado. Como los funcionarios abusaban de los
contratados, lo mejor era que todos fueran contratados. Como los profesores
abusan de los alumnos, lo mejor es suprimir también esta rígida distinción y
que todos aprendamos a la vez jugando juntos al corro de la patata. Siguiendo
con esta lógica, en la enseñanza pública podríamos decidir suprimir la
calefacción porque a veces está demasiado alta o las tuberías porque el agua
suele tener sabor a cloro. Y aún se podría ir más allá, a título individual:
como los calcetines a veces nos aprietan el tobillo, lo mejor será suprimir los
calcetines; y los zapatos, y los calzoncillos... Por este camino, te quedas en
pelotas.
Y luego, por
supuesto, hay que inventar algo mejor y que inventarlo desde cero. Había que
inventar algo mejor que el Estado de Derecho, algo mejor que el
parlamentarismo, algo mejor que la democracia representativa, algo mejor que la
civilización o que el progreso. Al final, quizás las tribus indígenas tenían
una solución para todos nosotros, más allá del derecho, la civilización y
parlamentarismo. Podíamos aprender a tocar la flauta, y ya de paso, preguntarle
a cabeza de pimiento si alguien es inocente o culpable, si conviene pelarnos el
pene, amputar los clítoris o lapidar a las adúlteras. A otra escala -y
centrándonos en el tema de la enseñanza que aquí nos ocupa- había también que
reinventarlo todo desde cero. Había que soñar un mundo nuevo para la enseñanza9.
Los delirios hippie-progres al respecto aquí no han tenido barreras: no hay
nada que no merezca ser superado o relativizado, la distinción entre profesor y
alumno, entre padres y maestros, entre niños y adultos; había que suprimir las
tarimas, las pizarras, los pupitres, las cátedras, las asignaturas, la
calefacción y las tuberías.
Y lo mejor
es que tanto sueño se está haciendo por fin realidad. Dentro de poco en la
escuela pública ya no tendremos ni agua caliente ni tuberías ni calefacción. Ya
no habrá problemas con que los funcionarios se corrompan, porque ya no habrá
funcionarios, ni con que los catedráticos practiquen el nepotismo, porque ya no
habrá catedráticos. Las tan antipáticas y rígidas distinciones entre
asignaturas, ya han desparecido: el profesor de gimnasia es normal que esté
impartiendo lengua o matemáticas. En general, los profesores ya no serán un
problema. Estarán tan ocupados en un trabajo basura, que los padres tendrán que
volver a ocuparse de la educación de sus hijos (los que se lo puedan permitir,
por supuesto, aunque no sean muchos). Así es que a base de progresismo,
desembocaremos en un analfabetismo, funcional o literal, masivo. Otros tiempos,
para una nueva época.
Marx decía “un
negro es un negro, sólo bajo determinadas condiciones se convierte en un
esclavo”, “una máquina de hilar, es una máquina de hilar, sólo bajo
determinadas condiciones se convierte en capital”. Considerada en sí misma
-continuaba diciendo en el mismo texto-, una maquina de hilar libera al hombre
de las fuerzas naturales, ahorra trabajo y genera descanso. Bajo condiciones
capitalistas, impone al hombre el yugo de la naturaleza, le obliga a un trabajo
extenuante y no genera más tiempo libre que el del paro y la indigencia. Uno no
alcanza a comprender por qué es tan difícil hacer el mismo razonamiento sobre
otros temas: el Estado, el parlamentarismo, las libertades individuales, los
tribunales de justicia o, incluso, ¿por qué no?, la policía.
En un
congreso que hubo en la Facultad de Filosofía de la UCM (en el 2011) con el
tema “¿Qué es el comunismo?”, había un cierto consenso respecto a que en una
sociedad comunista no habría policía. La policía es un cuerpo represivo
especializado en repartir porrazos al pueblo y en meter a gente pobre en la
cárcel. En algunos países y situaciones, la policía está implicada en el
narcotráfico, el contrabando y la mafia. Ahora bien, esta situación se puede
describir de dos maneras distintas: diciendo que la policía está corrompida o
diciendo que la policía no hace más que lo que le corresponde, puesto que la
corrupción es uno de sus atributos esenciales. La cosa se complica si
diagnosticamos que hay unas condiciones estructurales, por ejemplo, esas a las
que llamamos capitalismo, en las que la policía no puede más que corromperse. O
por ejemplo: funcionar al servicio de los poderes fácticos. Aún así, no es lo
mismo decir que la policía, allí donde el poder es capitalista, recibe órdenes
del capital, que decir que la policía “en sí misma” no puede ser más que un
instrumento del capital.
Sin embargo,
hay una especie de resistencia “spinozista” -lo digo así pensando en algunos
que se autodenominan tal cosa- a traer a colación este tipo de realidades “en
sí”. Por lo visto, lo materialista sería decir que puesto que los policías son
una banda armada al servicio del capital, eso es lo que son y punto, no hay más
que decir. Es decir: la policía no sólo es una mala realidad, también es una
mala idea. Por otro lado, ¿a qué hablar de ideas? ¿A cuento de qué empezar
a contar cuentos ideales? ¿Sería eso muy materialista?
No logro
entender en qué consiste este materialismo que le tiene tanto miedo a las
ideas. Yo pienso que la policía no es una mala idea. Eso no quiere decir que no
sea una pésima realidad. Es más, si es todavía peor que una pésima realidad,
es, precisamente, porque es una buena idea. Si la policía en sí misma no fuera
otra cosa que corrupción, no podríamos decir que está corrupta. A mí no me
resulta tan difícil de imaginar una policía que se dedicara a meter en la cárcel
a los banqueros o los evasores fiscales. La policía tiene que meter en la
cárcel a los ladrones, como tenemos claro desde que de niños jugábamos a polis
y cacos. Pero lo que no está dicho es que las leyes tengan que considerar
ladrón a Robin Hood y propietario a Emilio Botín. La policía es el brazo de la
ley: puede ser Rambo, Torrente o el Ché Guevara, depende de cuál sea la ley. En
el mencionado congreso sobre “¿Qué es comunismo?”, se llegó a decir que
en una sociedad comunista no debería haber policías ni para detener a los
violadores, porque de eso ya se ocuparían los amigos (o los camaradas o el
pueblo o los vecinos o quién sabe si la multitud). No se dijo quién se ocuparía
de los amigos (o de los camaradas, el pueblo o los vecinos o la multitud) en caso
de ser ellos los violadores10.
Volvamos
ahora a lo que hemos llamado el timo de la estampita. Como el capitalismo
convierte este mundo en una pocilga, en lugar de estar contra el capitalismo,
estamos contra el mundo. La verdad es que el capitalismo no deja títere con
cabeza, ha envilecido todos los aspectos de la vida humana y malversado el
sentido de todas las instituciones ciudadanas. La escuela y la sanidad pública11
son las dos únicas que resisten aún a la lógica del mercado. Y por eso están
siendo destruidas. Ante este panorama, lo más estúpido que se puede hacer es
colaborar con el capitalismo en su labor destructiva y empezar a derribar
instituciones como quien lucha contra molinos de viento,
mientras un ejército de gigantes avanza por la espalda. Si bajo el capitalismo
la democracia se convierte en una farsa, el Derecho en un instrumento del
capital, el Estado en una maquinaria de represión, los tribunales de justicia
en una ignominia, la policía en un cuerpo de torturadores, el parlamento en un
mercado de intereses, los municipios en un nido de corrupción, etc., lo más
absurdo que podemos hacer es empeñarnos en que lo ideal sería un mundo no
capitalista en el que no existirían ninguna de esas cosas. Eso no es estar
contra el capitalismo, es estar contra el mundo. Y es empeñarse, además, en la
absurda tarea de construir un mundo nuevo a partir de las ocurrencias de un
hombre nuevo. Esto es pura religión, y en todo caso, al mezclarse con la
política, es puro fascismo.
Ahora que se
habla de lo necesario que es poner en marcha un nuevo proceso constituyente, es
muy importante tener en cuenta estas cosas de las que estamos hablando. Yo me
cuidaría de ser demasiado imaginativo. Creo que la cuestión no es de ningún
modo qué sociedad queremos y que vuele la imaginación y que los indígenas nos
enseñen a tocar la flauta. Por mi parte -no sé si seré un caso muy raro-, sé
perfectamente cuál es la sociedad a la que aspiro: la que la sociedad moderna
ha pretendido ser (sin lograrlo en absoluto, sino todo lo contrario). Yo no
aspiro a una postmodernidad muy imaginativa, sino a una verdadera modernidad, a
la modernidad, al fin y para siempre: una sociedad de ciudadanos libres
e iguales, independientes civilmente para elegir ser felices a su modo
obedeciendo a leyes que ellos mismos se han dictado. Este sueño moderno,
creemos algunos, no es posible más que en condiciones socialistas de producción
y, desde luego, se ha demostrado que es absolutamente incompatible con el
capitalismo. Para lo que hay que ser imaginativo no es para inventar
sociedades, sino para quitarnos de en medio el capitalismo. Hace falta una
buena idea para ganar la guerra contra el capitalismo, porque la cosa no pinta
nada bien. Una buena idea que nos permita cambiar la correlación de fuerzas,
eso es lo que necesitamos. Pero, desde luego, lo que sí que no
necesitamos es una idea mejor (o más creativa o flexible) que la enseñanza
pública estatal, los tribunales de justicia, el parlamentarismo o la separación
de poderes. El único “hombre nuevo” que necesitamos, fue ya pensado hace mucho:
es el ciudadano.
El
pensamiento de izquierdas suele rasgarse las vestiduras cuando algunos que
también somos de izquierdas afirmamos que la teoría del Estado Moderno no está
tan mal pensada, que es, incluso una idea muy buena. Al decir esto no estamos
defendiendo los Estados Naciones existentes, sino todo lo contrario, lo que
estamos haciendo es denunciar que esos Estados realmente existentes no se
parecen en nada a la teoría (y que además algunos se parecen menos aún que
otros). Sobre todo por una razón: jamás se dan las condiciones para que esos “artilugios
institucionales” que en el Estado moderno tiene por función dividir el poder,
proteger el uso público de la palabra, blindar la presunción de inocencia,
etc., funcionen de verdad, porque siempre ha habido un poder salvaje más
potente, el capitalismo. Podemos dividir el poder político cuanto queramos,
garantizar la independencia del poder judicial, proteger la inmunidad de los
parlamentarios, otorgarles libertad de expresión en la cámara, proclamar a los
cuatro vientos que todo el mundo es libre de decir lo que quiera sin censura,
podemos hacer esto y muchas cosas más y no estaremos haciendo nada si lo que
ocurre -y esto es lo que ocurre- el poder real está en otra parte. Entre
nosotros, el poder político no tiene el poder. La economía es un poder salvaje
infinitamente más potente, que actúa masivamente al margen de la ley y que
tiene, además, poder más que suficiente para chantajear cualquier actividad
parlamentaria, así como de comprar cualquier medio de expresión ciudadana. Es
un bonito negocio esto de dividir el poder ahí donde el poder no está. Es una
bonita farsa, en verdad, inventarse un Estado de derecho en el seno de una
dictadura económica capitalista. Pero lo que no podemos hacer es caer en la
trampa y tomarla contra el Estado o el Derecho cuando el enemigo es el
capitalismo.
Bien es
verdad que se ha pretendido que el Estado no ha sido más que un instrumento en
manos del capital. No cabe duda: las dos cosas surgen sospechosamente a la vez.
Pero hay que pensarlos por separado, porque surgen a la vez, pero con un montón
de derrotas de por medio. No se puede decir que la Revolución Francesa se
materialice en el triunfo del capitalismo, hay un montón de derrotas
intermedias hasta que salió triunfante aquello que beneficiaba a la burguesía y
al liberalismo económico. Una determinada versión del Estado Moderno fue
derrotada, fue guillotinada con Robespierre.
Para
empezar, es falso que -como se dice a menudo, sobre todo entre autores
marxistas- Robespierre hablara en nombre de la burguesía triunfante.
Robespierre -como nos demuestran Florence Gauthier o Toni Domenech12-
es más bien la continuación de una revolución antifeudal y anticapitalista que
había comenzado en Europa con las revueltas campesinas del final del Medievo.
Robespierre fue quien introdujo el concepto de “fraternidad” en el lema de la
Revolución Francesa. La “fraternidad” exigía extender la independencia civil al
conjunto de la población, era el proyecto de una ciudadanía universal. Había
que empezar por liberar a los esclavos (y también algo que se menciona poco:
liberar a la mujer). Pero también había que garantizar las condiciones de
existencia de toda la población, campesina u obrera. Extender la independencia
civil al conjunto de la población es, para la parte derrotada de la Revolución
Francesa, la condición de un Estado verdaderamente moderno contra el Antiguo
Régimen.
Pero ese
proyecto es derrotado. Y lo que no se puede hacer es absorber todo esto en el
triunfo final de la burguesía. Eso es un disparate. Igual que se suele decir
que la Revolución Francesa representa el triunfo de la burguesía, se podría
decir que la burguesía triunfó contra la Revolución Francesa. Como ha dicho
Domenech alguna vez: lo único que la revolución francesa tuvo de revolución
burguesa fue la contrarrevolución. Lo mismo que se dice que el Estado Moderno
es el Estado burgués, podríamos decir que la burguesía enterró la posibilidad
de un determinado Estado Moderno, precisamente ése en el que podría “imperar la
ley”, es decir, ser un auténtico “estado de derecho”. En lugar de todo eso
tenemos una dictadura económica que a veces y en determinados momentos y
lugares suficientemente privilegiados, ha podido disfrazarse con los ropajes
del derecho y el parlamentarismo.
En distintos
sitios hemos defendido que es mejor plantearlo así13,
porque de lo contrario, si todo es capitalismo, si el Estado Moderno no es más
que la cobertura del capitalismo, entonces, al combatir el capitalismo estamos
combatiendo también el Estado Moderno, con lo cual abominamos de la división de
poderes, del parlamentarismo, del estado de derecho, etc., y, encima, nos
abocamos a la insensata tarea de inventar algo mejor que todo eso. Al final,
acabamos superando al “ciudadano” para sustituirlo por el “camarada”, el
“hombre nuevo”, o algo semejante; algunas de estas ocurrencias han tenido
plasmaciones históricas abominables.
Y además...
ahora mismo es estratégicamente ruinoso arremeter contra el Estado, justo
cuando el salvajismo neoliberal, los teóricos del mínimo Estado (que sin
embargo no son tan tontos para no guardarse las espaldas con el Estado que les
conviene) están desmantelando la seguridad social, la escuela pública, el
derecho laboral. Porque no hemos de olvidar que todas las conquistas de siglos
de lucha obrera se han ido consolidando en legislaciones estatales. Acabar con
el Estado hoy en día sería como dejar a la clase obrera en pelotas. En cambio,
la burguesía se las arreglaría muy bien con sus policías privados y sus
ejércitos mercenarios.
Los
defensores de la escuela pública en la “marea verde”, lo mismo que el
movimiento estudiantil que luchó contra Bolonia, no han caído en esta trampa.
Han sido muy conscientes de que estaban intentando salvar la dignidad de una
institución -la enseñanza pública estatal- de la voracidad salvaje del
capitalismo.
Finalmente,
ya a comienzos del siglo XXI, se empiezan a aclarar algunas cosas. El
capitalismo no sólo no nos trajo las instituciones republicanas defendidas por
los pensadores políticos de la Ilustración, sino que siempre fue incompatible
con ellas. Y con el tiempo, no ha ido más que acrecentándose esta
incompatibilidad. El resultado no puede ser más que lo que ya tenemos casi
encima: una nueva Edad Media, un nuevo feudalismo.
El ritmo del
Medievo venía jalonado por las festividades religiosas. Teóricamente, nuestra
respiración política tiene el ritmo de las elecciones democráticas. Votamos
cada cuatro años, supuestamente, para aportar nuestras razones. Pero la
economía capitalista tiene sus propias razones. Y no suelen coincidir con las
nuestras. Lo que para nosotros es una solución, para la economía suele ser un
problema. Y lo que para la economía son soluciones, para nosotros son
problemas. Nos ajustamos nosotros para bien de la economía. Y poco a poco
-sobre todo cuanto más hemos sido derrotados en la lucha sindical- hemos
acabado por comprender que más nos vale así. Porque si a la economía le va mal,
para nosotros es aún peor, ya que dependemos a vida o muerte de esa misteriosa
señora. Así es que no votamos para aportar nuestras razones, sino para entrar
en razón. Para que no se nos ocurra votar insensateces que contradigan la
voluntad de los dioses. En estas condiciones, la democracia es muy parecida a
la religión. Con su voto, la población festeja lo que la economía ya ha votado
por su cuenta. El día de las elecciones nos juntamos para celebrar que los
dioses tienen sus buenas y sabias razones, aunque nos sea difícil
comprenderlas. Y, normalmente, votamos en consecuencia.
Hemos vuelto
a la Edad Media, pero a una Edad Media exagerada y asfixiante,
desproporcionada, insaciable. Probablemente, el ser humano nunca ha sido tan siervo
de un señor, nunca ha estado tan expuesto a los caprichos tiránicos de un amo,
como actualmente. En los libros de Historia se suele decir que el siervo de la
gleba era fundamentalmente religioso, como si su paso por este mundo no tuviera
otro sentido que estar a la espera de una vida más allá. El campesino medieval,
se dice, vivía consagrado a su dios, pendiente de su dios, deseoso de
complacerle haciendo diariamente sus deberes... O sea, exactamente lo mismo que
hoy día ocurre con los mercados. “Hacemos los deberes” -como dice Rajoy- para
calmar la ira de los mercados, para infundirles confianza, para prometerles ser
buenos en el futuro con los recortes y los planes de ajuste, para que no
cambien de opinión y aumente la prima de riesgo, para que no se calienten
demasiado, para que no se enfríen, para que no se constipen.
Monti dijo
que los mercados ya no eran compatibles con la pretensión de vivir varios años
en el mismo sitio. Incluso dijo que eso tenía que parecernos divertido. Los
campesinos de la Edad Media, a menudo, no salían de su pueblo en toda su vida.
Hoy la voluntad de los dioses nos quiere nómadas, pero nómadas sin familia, sin
hijos, sin religión, sin lastres culturales, sin nada más que lo puesto para
poder correr ligeros aquí y allá, según los mercados nos vayan necesitando.
Ante todo, hay que cumplir con la voluntad del mercado. Y todo es en vano: los
mercados están como una cabra. Jamás un dios ha estado tan loco para cambiar de
opinión cada mañana, cada minuto, incluso cada milésima de segundo. Los
mercados de futuros y derivados financieros sí, están mucho más locos y son
mucho más imprevisibles que Nerón o Calígula. Y además tienen mucho más poder.
Incluso lo de Sodoma y Gomorra puede ser una broma comparado con un hundimiento
general de la confianza en los mercados. Si perdemos la confianza de los
dioses, no hay nada que hacer. Los economistas tertulianos hablan, por eso, un
lenguaje completamente religioso: hablan de la sangre de los mercados, de cómo
hay que hacerla circular, por cierto, bombeando la sangre con sacrificios
humanos. Pero lo dioses son insaciables: aún hacen falta más sacrificios,
siempre hacen falta más sacrificios. En suma: jamás en la Historia y bajo
ninguna religión, la población ha vivido tan constantemente pendiente de un Más
Allá. Los dioses solían ser bastante estables. Es cierto que Jehová era algo
celoso y tenía mal carácter, pero nunca en las proporciones actuales. Los
judíos de Moisés o David no se levantaban todos los días temblando de miedo y
corrían a mirar el periódico para consultar la prima de riesgo sobre el humor
de Jehová. Se suponía que era un dios exigente, pero no que fuera un demente.
Es un
disparate pretender que esta servidumbre absoluta hacia un amo chiflado, habría
parecido a Kant, Rousseau o Hegel compatible con esa condición a la que
llamamos ciudadanía. Aquí habrían reconocido más bien un nuevo Antiguo
Régimen, pero mucho más oscuro, opaco y criminal.
Es
importante resaltarlo. Si decimos que esto que vivimos, por ejemplo en Europa,
no es un Estado de derecho no lo hacemos para expresar nuestra opinión de
furibundos comunistas antisistema. Tampoco porque seamos unos idealistas que
hablan de quimeras sin querer mirar a los ojos la cruda realidad de los
“estados de derecho” realmente existentes. Lo que decimos es que son los
propios filósofos gracias a los cuales hemos entendido lo que significa esa
fórmula -“estado-de-derecho”- los que se negarían a reconocerla en esos estados
realmente existentes. Sócrates, Platón, Rousseau, Kant, Hegel, creemos que se
escandalizarían al ver a nuestros políticos afirmar que en España, Francia,
Alemania o Grecia vivimos bajo el “imperio de la ley”, en “estado de derecho”.
Y no es porque seamos estados de derechos muy imperfectos, es que no tenemos
nada que ver con ese proyecto político. Vivimos en una sociedad capitalista. El
capitalismo es un sistema de producción en el que la población en general
carece de medios de producción para subsistir por su cuenta o, lo que no es
sino la otra cara de la moneda, un sistema en el que la mayor parte de la
población tiene que buscarse la vida –vender su fuerza de trabajo- en el
mercado laboral, a cambio de un salario. En este mercado laboral, la gente se
ve obligada a trabajar en lo que sea, al precio que sea, para producir lo que
sea, en la cantidad que sea y de la manera que sea, es decir, la gente está
vendida a vida o muerte a una lógica de producción que se determina a sus
espaldas y, además, actualmente, de forma cada vez más misteriosa incluso para
los economistas más pretenciosos, en ese mundo del sinsentido y lo imprevisto
al que llaman “los mercados”. Esto no es un “imperio de la ley”, sino una
dictadura capitalista. Esto no es la realización del monstruo soñado por la
Ilustración. Es la pesadilla a la que nos vimos abocados cuando la Ilustración
fue derrotada. Institucionalmente, hemos regresado a la Edad Media.
Antropológicamente -es lo que Santiago Alba y yo intentábamos explicar en El
naufragio del hombre14-,
en cambio, hemos ido más allá: hemos regresado a la prehistoria anterior a la
Revolución Neolítica.
Notas:
1 Sobre algunos de estos asuntos me he explicado más
despacio en ¿Para qué servimos los filósofos?, La
Catarata, Madrid, 2012.
2
http://www.publico.es/internacional/420011/monti-digamos-la-verdad-que-monotonia-el-puesto-de-trabajo-fijo
3 Sobre esta deriva foucaultiana me he explicado con
más detenimiento en La impaciencia de la libertad,
Capítulo 7, Biblioteca Nueva, Madrid, 2000.
5 La misma estrategia, por supuesto, se ha seguido en
Sanidad. En el Hospital del Niño Jesús de Madrid, hay ahora mismo colgada una
pancarta que la resume muy bien: “Desprestigiarnos para privatizarnos”.
7 Es interesante, por cierto, leer un poco sobre el
tema. Cfr.: HUMBOLDT, W. (2005): “Sobre la organización interna y externa de
las instituciones científicas superiores en Berlín”, en Logos. Anales del
Seminario de Metafísica, 38, Facultad de Filosofía UCM, pp. 283-291.
8 Sobre este tema es muy interesante el libro Por una Universidad democrática de
Francisco Fernández Buey, El Viejo Topo, Barcelona, 2010.
9 Este año, por ejemplo, ha empezado a circular por ahí
-con un gran apoyo mediático, por cierto- un panfleto inefable y lobotomizado,
confeccionado por unos auténticos mentirosos: La educación prohibida.
“La escuela no sirve y hay que cambiarla, hay que derribarla para empezar de
cero”, rezaba una de su presentaciones en sociedad. http://sociedad.elpais.com/sociedad/2012/09/25/actualidad/1348597598_771130.html
10 Sin duda, los violadores pueden ser, precisamente,
los policías. Incluso, como ha ocurrido tantas veces, los policías pueden ser
sistemáticamente violadores y torturadores. En ese caso, lo que tenemos no es
sólo un crimen muy grande. Lo que tenemos es un orden político intolerable.
12 Como ya he comentado más despacio en ¿Para qué servimos los filósofos?
(La Catarata, 2012), lo mejor para este tema es leer a Florence Gauthier o El eclipse de la fraternidad,
de Toni Domenech.
13 En El orden de El capital
(Akal, 2011) hemos discutido este planteamiento en conexión con una
interpretación de la obra de Marx.
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